HOPPER, el pintor del silencio.
Percepciones.
Dejemos que sus profundas huellas
hablen de ese itinerario sin necesidad de establecer órdenes cronológicos ni
evoluciones de estilos o movimientos. De hecho, quizá resida en el contenido de
una cita de Goethe, -que encontramos en el vídeo aludido-, leída de viva voz
por el propio pintor americano, el porqué o el comienzo de su pintura. Así se
expresa el autor de Fausto:
El propósito y la finalidad de toda mi
actividad literaria consisten en reproducir el mundo que me rodea como si fuera
el reflejo de mi mundo interior. Todo está revestido,
relacionado, moldeado y construido de
una forma personal y original.
Y será el mismo Hopper quien
ilustre este texto goethiano afirmando con rotundidad: para mí esta definición es aplicable a la pintura.
Esa subjetividad, romántica y
mefistofélica en el poeta alemán, reviste,
relaciona, moldea y construye
también, a raudales, los cuadros de Hopper: Es la subjetividad del silencio, que es, en Hopper, el ritmo
que queda tras la ausencia de música y llega, sin embargo, a atronar los oídos
del espectador inquieto. Es la subjetividad de la soledad, de la ausencia tanto
de lo no vivido como de lo por vivir, que expresan sus personajes perdidos en la
nada.
Es la subjetividad aquella contra
la que lucharon encarnizadamente las vanguardias en la primera década del s XX;
por no verla reflejada en su pintura. Sin embargo, hoy llena las salas del
Museo Thyssen y derrocha dialéctica con quien se acerca a contemplarla.
Es la subjetividad, silencio y
soledad, que transcurre soterrada en versos como los del poema “El camino no
elegido”, de Robert Frost (* San
Francisco 1874-1963), poeta admiradísimo por Edward Hopper:
Dos caminos se bifurcaban en un bosque amarillo,
Y apenado por no
poder tomar los dos,
Siendo un viajero
solo, largo tiempo estuve de pie,
mirando por uno de ellos tan lejos como
pude,
hasta donde se perdía en la espesura.
La soledad y el silencio, ante una naturaleza amenazante que
rompe la fragilidad del instante:
“Arrobamiento” de
Frost
La lluvia le dijo al viento:
-Empuja tú, que yo azoto.
Y tanto hirieron el soto
Que, de las flores altivas,
Doblegadas, pero vivas,
Yo sentía el sufrimiento.
El artista americano establece
también un intrincado y poético juego de miradas de desencuentro, el voyerismo,
entre espectador, personajes y autor. Las vivencias de unos y otros se trenzan
y destrenzan, se buscan casi alarmantemente en un perfil, en un soslayo. Pero nunca convergen. Para ello
también, las ventanas y las puertas se abren a fin de dar salida a los
sentimientos de los melancólicos ojos del personaje,
O del artista, que propone y sugiere, quizá agazapado desde
un ángulo esquinado de su propia obra pictórica, o del propio espectador, que
busca las respuestas a su inquietud en la lejanía del horizonte:
Y las luces y las sombras, revistiendo, relacionando, moldeando y
construyendo la estructura, la composición y disposición de lo representado
en el cuadro así como el contorno físico y espiritual de los personajes…
En “Noche invernal de un
anciano”, el poeta Robert Frost también establece miradas, tiernas y piadosas
en este caso, entre el mundo, que mira a un anciano desde el exterior, y la
ausencia de contemplación del anciano por hallarse durmiendo y por no recordar
el camino de la vida recorrido por él; los tiempos pretéritos en que observaba
el mundo. El itinerario se desliza, pues, recíprocamente, de una a otra óptica y
viceversa, sorprendiéndonos por su casi tridimensionalidad, muy original, así
como por su lirismo:
Más allá de las puertas, a través de la helada
Que cubre la ventana formando unas estrellas
Dispersas, en la sombra, el mundo está mirando
Su cara: está vacía la habitación. Y duerme.
La lámpara, inclinada muy cerca de su rostro
Le impide ver el mundo; ya no recuerda nada
Y la vejez le impide recordar en qué tiempo
Llegó hasta estos lugares, y por qué está aquí solo.
Rodeado de toneles se encuentra aquí perdido.
En este caso, las sombras en las
que se encuentra “sumido el poema”, excepto la tenue iluminación de la lámpara,
anuncian la metáfora del sueño de la muerte revestida de olvido y vejez. Esta
es la gran diferencia con Hopper, pues como bien afirma el pintor manchego
Antonio López en el documental de Carlos Rodríguez, la luz de Edward Hopper,
sea eléctrica, sea natural, no es sino la
luz de la vida.
De intimidad se llenan también
las escenas americanas, el sueño americano, las casas victorianas, los pueblos
deshabitados; los cruces de caminos; los momentos congelados antes de comenzar
la función de teatro y, no olvidemos, esa intimidad, a veces angustiosa, se
traslada al cine… Y hasta en el momento final de la vida artística del pintor,
en el que se conjugan varios de los temas que acabamos de exponer, brota la
intimidad. En el cuadro de 1966, Edward Hopper y su mujer son los “Dos
cómicos“, Don Juan y Doña Inés, que nos contemplan y agradecen nuestra
atención:
CARMEN MONTERO